Los andaluces somos objetos de risa, títeres de una función que hace siglos dejó de tener gracia.
El acento andaluz vuelve al escenario de la tendencia, ya ni siquiera como motivo de burla, sino como símbolo de inferioridad social y sinónimo de imbecilidad. Tratados como la cúspide de una pirámide invertida, el escalón donde el resto depositan sus complejos. Podemos presumir de ser el balcón de Europa hacia el resto del mundo, de sudar cultura por nuestros poros, de tener representadas infinidad de civilizaciones… pero jamás podremos presumir de amor propio. Ministros andaluces, hasta llegamos a tener un presidente sevillano… pero nunca a nadie que defienda lo que fuimos y lo que somos. Que iluso soñar con un representante que no se calle ante las vejaciones constantes, que nos haga mirar a los ojos al resto de España y que defienda nuestro acento a capa y espada.
Seguiremos recibiendo a ciudadanos del mundo, porque el ‘andalusian crush’ late en la lejanía. En la obra nacional relegados a ser teloneros, algún chiste caerá, con la esperanza de que algún día seamos protagonistas cuando se alce el telón. Porque, ¿qué sabrán los andaluces de teatro? Que flaco favor le hacemos a nuestra historia.
¡Salû y andaluçismo!

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