A veces me pregunto cómo de efectivo es cerrar un capítulo que te desgarra dejando el libro. Hasta qué punto debe llegar el dolor para callarle la boca a la curiosidad y a esa necesidad innata de encontrar respuestas. Las heridas de bala, que hoy aparentan ser cicatrices en el cuerpo de Francisco Ruiz, siguen más que abiertas en sus lágrimas y en cada uno de los nudos que se le forman en su perforado estómago cada vez que recuerda lo sucedido.
He de admitir que desconocía bastante la figura de Josu Urrutikoetxea, pero solo hace falta escuchar y sentir esta entrevista para resolver algunas de mis incógnitas. Asistimos a la enajenación de un joven vasco, que iluso, cree haber encontrado la llave que abrirá las puertas del sueño que considera que un pueblo tiene. Cada frase se clava como un puñal helado en la coherencia, y ese discurso tatuado e inflexible carece de racionalidad.
Me parece hasta irrisorio el intento de diferenciación y de alejamiento de otros terrorismos. Qué paradoja ¿no? A saber, a partir de qué número de asesinados la conciencia puede estar más tranquila. ¿Cómo personas así pudieron poner en vilo a un país entero y cuál fue la incapacidad o el error para no poder paliar una oleada así en 60 años?
No hay arrepentimiento en esta entrevista. Josu llegó a ser consciente de todo lo que había hecho, demasiado tarde para pedir perdón y demasiado tarde para cambiar de parecer, después de pasar 50 años defendiendo sus ideas, ideas con las que le tocará morir. Contarlo a lo mejor le sirve para aligerar el peso de su mochila, pero nunca para quitársela de encima.
Un pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla. Tal vez no debamos cerrar ese capítulo, sino leerlo y estudiarlo para poder tener una visión crítica y justa de lo que tantos sufrieron.

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